Dos extraños practican francés en la mesa de al lado mientras navegan en círculo por mi memoria los destellos aún calientes de la noche de ayer. Las chispas lo incendian todo y me siento inútilmente en casa. La lluvia de verano empapa el asfalto en medio de una tormenta apoteósica y fugaz. El olor inconfundible de esa humedad tan fuera de lugar se cuela por la ventana para diluirse en los acordes de Favourite. La conversación fluye como un volcán en erupción. La música es perfecta, el ritmo frenético, el vino tinto, las miradas profundas y las palabras interminables. No cabe ninguna duda: el mes de junio me abre los brazos. Y eso hay que celebrarlo.
Escuchando los acordes simplones y sin complejos de The Radio Dept, me ha dado por sonreír imaginando los millones de vidas que he vivido en todos los meses de junio que llevo existiendo. Digo imaginando y no recordando a propósito. Cuando a uno le da por el juego delicioso de la nostalgia, es siempre más divertido inventar detalles excéntricos, romantizar los atardeceres más de la cuenta y alargar los centelleos más brillantes. Aunque eso signifique mentir un poco. Supongo que el mes de junio es el principio de todo. El prólogo de las aventuras, de las días eternos, de los infinitos festivales, de la salitre incrustada en cada poro de la vida. Como casi todos los preámbulos, junio tiene ese punto fantástico de excitación que otorga gratuitamente el don de la expectativa. Es casi más emocionante morirse de ganas por lo que viene que lo que viene en sí mismo. Y en ese estado de gracia del alma, en ese cielo azul, en esa tormenta eléctrica, una pátina suave, especial y brillante cubre todo lo que ocurre en el mes de junio.
Hace un año se casaron Marta y Ricardo. Canté en su boda y leí un discurso bastante borracho (menos mal que lo había escrito bien fresco por la mañana). Bailé como un loco, agité a las masas todo lo que pude y, por supuesto, perdí mi vuelo de vuelta a las nueve menos diez de la mañana de la manera más innovadora que he encontrado hasta la fecha: quedándome dormido en la puerta de embarque. En cualquier otro mes del año las consecuencias habrían sido catastróficas para mi ánimo. Sin embargo, conseguí salir airoso. Incluso salí indemne de la brutalidad del resplandor que yace bajo la luz del sol cuando el amanecer te pilla sin acostarte. Solo había espacio en mi memoria para la infinidad de payasadas maravillosas de una noche tan histórica. Solo había hueco en mi pecho para el orgullo inmenso de ser una ínfima parte de las vidas bonitas que construyen mis amigos.
Hace dos años me escapé unos días a Barcelona con Paula. El Barrio de Gracia se me clavó, una vez más, como una gripe en la garganta. Confundí las sirenas de los coches con los gemidos de los turistas y se confundieron entre sí mis vidas. Grité de ventana en ventana, desesperado por encontrar algo que valiera la pena. Convertí cada tarde en una urgencia. Urgencia por que llegara la noche. Y en cada noche, astuto, encontré un aliado. Entre las luces de neón, si uno busca bien, suele descubrir una especie rara de solidaridad con el prójimo. Aprendí lo que ya sospechaba: que al final todos estamos huyendo de algo. No tengo ninguna duda de eso. La noche se revolvió consigo misma entre las ásperas sábanas del escapismo y la dura almohada de la celebración. Al final, no fue todo más que un festival precioso de hedonismo. ¿Hedonismo o narcisismo? Da lo mismo. Con los versos que me acabó de plagiar a mi mismo escribí una canción. Y a día de hoy sigue siendo mi favorita de todas las que he escrito.
Hace tres años grabé lo que sería mi estelar debut en televisión: el episodio de Viajeros Cuatro en Londres. Cada vez que repiten su emisión, como este fin de semana, me llegan decenas de mensajes de gente diciendo que me han visto por la tele. Excompañeros del equipo de baloncesto que a veces echo de menos, algunos excompañeros de colegio de los que se metían conmigo por llevar pantalones pitillo de colores fosforitos y exnovias que ahora tienen hijos. Es un ritual divertido, una pequeña ventana al pasado. Me hace gracia pensar que, aunque salgo bastante sonriente y radiante en pantalla, en aquel entonces andaba recogiendo uno a uno mis trocitos esparcidos por el suelo. Algunos tenían una forma afilada y reluciente. Otros, en cambio, tenían un borde más amable y menos escarpado. Pero todos, absolutamente todos, amenazaban con echar a arder. Esa expresión se la escuché por primera vez a mi amigo Emilio en un andaluz precioso. Tirados en la arena, hablábamos de la luna llena encendida a hombros de nuestra playa. Dijo:
La luna está tan brillante que parece que va a echar a arder.
También era mes de junio.
Hace cuatro años disfrutaba de los últimos coletazos de un amor caducado en Lisboa.
Hace cinco años estrenábamos la casa que abandoné hace unas semanas.
Podría seguir así toda la noche. Y seguiría siendo siempre mes de junio.
Mi recomendación de la semana
Últimamente me ha dado por ver pelis de Almodóvar. En realidad es porque a Dan le encantan. Suena a tópico, pero qué bueno es. ¡Qué español! ¡Qué nuestro! El otro día vimos Todo Sobre Mi Madre. Los colores del paraguas de Cecilia Roth bajo la lluvia, la sororidad a ritmo de botellas de champán entre Marisa Paredes y Antonia San Juan. Y Penélope… ese brillo en los ojos, esa voz inocente. La primera vez que entró en escena se me paró un instante la respiración. Esta noche toca Volver. ¡Os cuento la semana que viene!
Mi breve comentario político
Lo peor de todo no es la corrupción. Lo peor de todo es lo cutres y chabacanos que son. Qué cosa más chusca. Digo yo que, ya puestos, por lo menos podrían robarnos con algo de clase.